domingo, 11 de noviembre de 2012

Heraclio, la campaña de 627-628 y la batalla de Nínive.


En la primavera de 627, Heraclio, al frente de su gran ejército de campaña de 40.000 hombres, se acercó a Tiflis, la capital del reino de la Iberia Caucásica y centro de la resistencia persa en aquellas regiones. Una vez llegado a la ciudad, el emperador le puso cerco, reunidas sus tropas con las del khan de los jázaros. La toma de Tiflis era importante por tres razones:

1)       porque Heraclio no podría marchar hacia el sur, hacia Mesopotamia, dejando tras de él un Cáucaso dominado por Persia. De seguir el Cáucaso en manos persas, éstos tendrían fácil acceso al Mar Negro y a Asia Menor, e impedirían que romanos y jázaros consolidaran e hicieran efectiva su alianza contra los persas.

2)       la toma de Tiflis y su entrega a los jázaros, mostraría a éstos la buena disposición de Heraclio para cumplir su parte del tratado firmado con ellos en agosto de 626 y los animaría a proseguir la guerra contra Persia.

3)       la toma de Tiflis, la capital de un reino vasallo y aliado de Persia, mostraría al resto de vasallos y aliados de Persia que ésta no podía ya protegerlos y que, por tanto, lo prudente era cambiar de partido.

 

Estas fueron las razones que movieron a Heraclio a penetrar en Iberia y asediar Tiflis, y fueron también esos motivos los que impulsaron a Cosroes II a hacer todo lo posible para que Tiflis no cayera en manos de los aliados. Así, no bien tuvo noticias de que Heraclio y los jázaros se dirigían contra Tiflis, envió a ella a Shahraplakan, que se había ya recuperado de sus antiguas heridas, al mando de una fuerza de 1.000 savaran sacados de entre las filas de la guardia de palacio, los pushtighban. Shahraplakan logró entrar en Tiflis justo antes de que ésta quedara cercada y con ello reforzó no sólo la guarnición que defendía la ciudad, sino la determinación de ésta a resistir.

Tiflis era una gran ciudad que Daxurangi (que sigue aquí una fuente escrita hacia el año 630) define como “la ciudad lujosa, próspera, famosa y comercial de Tiflis”. En verdad, Tiflis estaba situada en una importante encrucijada comercial en la que confluían los caminos que, desde Persia y pasando por Partaw, comunicaban con la ruta de la seda; los que venían del norte y llevaban a las estepas, y los del oeste que conducían hacia el Mar Negro y Constantinopla. No iba a ser fácil tomar Tiflis, pues la ciudad, situada junto al río Curaxes, poseía unas potentes murallas y estaba bien guarnecida y abastecida de alimentos. Pero Heraclio y el khan disponían de unos 80.000 hombres y se dispusieron a intentar sacar el máximo partido a su superioridad numérica.

Así, en pocos días, los ingenieros romanos construyeron gran número de ballistas, catapultas y demás máquinas de guerra, y a continuación comenzó un sistemático bombardeo de las defensas de la ciudad. Pero las murallas aguantaban bien el castigo y los habitantes de la ciudad, dispuestos a resistir y confiados en la invulnerabilidad de sus defensas, reparaban por la noche lo que las máquinas de guerra dañaban o destruían por el día. Heraclio ordenó entonces a sus ingenieros que construyeran en el río Curaxes un gran dique y desviaran su corriente contra los muros de Tiflis. Las murallas, embestidas por la fuerte corriente del desviado río, sufrieron grandes daños, pero una vez más, los hombres de Tiflis lograron reparar las defensas de su ciudad y rechazar los ataques de romanos y jázaros.

Heraclio y el khan empezaban a impacientarse, pues la primavera había ya pasado y el verano amenazaba con terminar antes de que pudieran tomar Tiflis. Pero no podían levantar ya el asedio pues, si se retiraban, su prestigio quedaría dañado y Persia recuperaría la iniciativa[1]. La suerte de la guerra estaba aún indecisa. Sharbaraz había invernado no lejos de Calcedonia y en primavera recibió la orden de Cosroes II de que marchara al este y se enfrentara con Heraclio. Era la segunda vez que Cosroes le pedía a su gran general que hiciera aquello y sería la segunda vez que Sharbaraz desobedeciera las órdenes de Cosroes. ¿Por qué?

Las fuentes, con distintas versiones pero en una misma dirección, relatan que Cosroes y Sharbaraz se habían enemistado tras el fracaso de este último ante Constantinopla. Puede que Sharbaraz temiera –como afirman algunas fuentes– que su señor quisiera culparlo de las derrotas de 626 y a partir de ahí, arrebatarle el mando y la vida, lo que no sería la primera vez que algo así ocurriera en Persia. De hecho, otro grupo de fuentes menciona una orden de Cosroes a los subalternos de Sharbaraz para que éstos le dieran muerte. Según dicen esas fuentes, la carta de Cosroes con la sentencia de muerte de Sharbaraz fue interceptada por los romanos y éstos se la hicieron llegar al viejo general persa el cual, encolerizado por la actitud de su rey, ofreció su alianza a los romanos. Otra versión habla de que, tras interceptar las órdenes que Cosroes enviaba a Sharbaraz y en las que el rey persa mandaba a su general que regresara al este, Heraclio la cambió por otra carta, convenientemente falsificada, mediante la cual indispuso a Sharbaraz con su soberano. También al-Tabari (al igual que Teófanes, Nicéforo, Miguel el Sirio, Sebeos y tantas otras fuentes) habla de una carta y de que la recepción de esa carta por Sharbaraz –ya fuese ésta auténtica o falsa– fue causa de la enemistad entre Cosroes y Sharbaraz.

Lo cierto es que Sharbaraz no marchó contra Heraclio y los jázaros, inmovilizados ante los muros de Tiflis; ni acudió en auxilio de Persia, sino que, dejando atrás Anatolia, acampó en Siria y permaneció allí, inmóvil, hasta el final de la guerra[2]. Esto, la defección de Sharbaraz y sus ejércitos, fue causa principal de que Heraclio y el khan jázaro no sufrieran aquel verano una gran derrota y pudieran, al cabo, abandonar el asedio de Tiflis sin más derrota que la de su orgullo, y de que Heraclio pudiera marchar después, sin obstáculo alguno, contra el corazón económico de Persia: el Arak, esto es, la Mesopotamia.

La cosa sucedió así. En lo más recio del verano de 627, el khan de los jázaros y el emperador de los romanos comprendieron que no podrían tomar Tiflis en aquella campaña y que, de prolongarse el asedio, sus tropas perecerían de hambre y enfermedad, y la llegada del invierno los aislaría de sus respectivas bases. Así que, pese  a las burlas de los habitantes de Tiflis, los dos soberanos levantaron el asedio. 

Y aquí llegamos a un curioso problema histórico. Mientras que Teófanes y  Moisés Daxurangi señalan que Heraclio, al abandonar el asedio de Tiflis, se separó de los jázaros y los dispensó de auxiliarle en la campaña contra Mesopotamia; otros autores, como Agapios y Miguel el Sirio, no dicen nada sobre dicha separación, y finalmente otras, como Nicéforo, afirman que Heraclio, no sólo no se separó de los jázaros, sino que invadió Persia junto con ellos. ¿Qué pasó realmente?

En primer lugar, examinemos las razones que nos dan las fuentes. Teófanes y Moisés Daxurangi se contradicen profundamente entre sí, ya que el primero señala que los jázaros marcharon con Heraclio y sólo lo abandonaron cuando arreció el invierno y las luchas con los persas, y da a entender que se trató de una defección y no de una separación acordada de antemano; Moisés Daxurangi (quien sostiene que los jázaros no acompañaron a Heraclio en su invasión de Persia de 627, sino que regresaron a su país, para volver al año siguiente para tomar Partaw y Tiflis) afirma que la idea de la separación la tuvo Heraclio y que ésta se produjo, no en suelo persa –como afirma Teófanes– sino junto a Tiflis. Según él, la razón era que los jázaros no estaban acostumbrados a luchar bajo los calores de Mesopotamia.

Estas razones no se sostienen. Los jázaros habitaban en una tierra, las estepas del Volga y de la Kalmukia, caracterizada por tener uno de los climas más extremos del planeta. En efecto, en invierno se sobrepasan con facilidad los –20º y con frecuencia se rebasan los –30º. En verano, por el contrario, no es raro pasar de los 30º y a menudo, sobre todo en julio, se alcanzan los 40º. ¿De verdad se puede creer que los jázaros, habituados a temperaturas invernales de más de -30º y a calores veraniegos superiores a 40º, se sintiesen cohibidos ante el invierno de Armenia y de Mesopotamia, o ante los rigores de sus veranos? Por supuesto que no, y si los jázaros abandonaron a Heraclio tuvo que ser por otra razón.

Pero ¿lo abandonaron de verdad? Y de ser así ¿cuándo lo hicieron? Kaegi, el último biógrafo de Heraclio, ni se plantea esta cuestión y no obstante es vital si se quiere saber con qué fuerzas invadió realmente Persia Heraclio. Para contestar a esa pregunta lo primero es cuestionarse qué sentido tenía la alianza con los jázaros si éstos no le auxiliaban en su campaña contra el corazón de Persia. Evidentemente ninguna. Una alianza tan importante tenía que tener un sentido práctico y definido, que no podía ser otro que el de conseguir de los jázaros un gran número de jinetes con el que desbordar a los persas, cuyas fuerzas seguían siendo, pese a sus recientes derrotas, muy superiores a las de Heraclio.

No hay pues duda de que Nicéforo, que afirma que los jázaros invadieron Persia junto con Heraclio, dice la verdad. Entonces ¿nos mienten los demás? En modo alguno. Miguel el Sirio y Agapios sólo dicen que el khan jázaro envió a Heraclio 40.000 guerreros. Evidentemente, puesto que no se dice lo contrario, hay que suponer que esos 40.000 jázaros marcharon a Persia con Heraclio. Justo lo que dice Nicéforo que pasó. Tampoco Teófanes niega que los jázaros entraran en Persia; de hecho, sitúa su supuesto abandono del campo romano en pleno invierno, cuando la campaña se acercaba a su desenlace. Pero este cronista bebe de Jorge de Pisidia y la obligación del último era cantar la gloria de Heraclio, no la de los jázaros. Así que había que omitir la participación jázara y dejar la gloria de Nínive para Heraclio y los romanos. Por eso, es justo antes de Nínive cuando Teófanes sitúa la defección de los jázaros.

Moisés Daxurangi es el único que sitúa la marcha de los jázaros justo tras el asedio de Tiflis y sin embargo –no ha sido señalado– el khan se separaba de Heraclio con la promesa de volver al año siguiente sobre Tiflis y terminar su conquista. ¿Cuándo volvió el khan y sus jázaros sobre la ciudad? Según Moisés, en la primavera de 629, casi dos años después del fracasado asedio de Tiflis. ¿Dónde pasó el khan jázaro el año y medio largo que transcurre entre el fin del asedio de Tiflis y su regreso a ella en la primavera de 629? ¿Acaso el khan no había dicho que caería sobre Tiflis a la campaña siguiente? ¿Qué pasó con los jázaros durante los meses que van de septiembre de 627, cuando se dio por perdido el asedio de Tiflis, y la primavera de 629? Pues, tal y como dicen Nicéforo y Teófanes estuvieron con Heraclio en Armenia y Mesopotamia. Quien dejó a Heraclio en septiembre de 627 fue el khan jázaro y con él una parte de su ejército, pero no todo, pues como dicen Teófanes y Nicéforo, y apuntan con su silencio las restantes fuentes el resto de los jázaros, los 40.000 guerreros prometidos por el khan, partieron junto con Heraclio y participaron en su gran campaña contra Persia.

Ello explicaría por qué el khan no pudo asediar de nuevo Tiflis hasta la primavera del 629: el grueso de sus guerreros estuvo junto a Heraclio hasta la primavera del 628 y no regresaron al país jázaro sino en el verano de ese mismo año, sin fuerza ni ánimo suficientes, tras dos años de ininterrumpida campaña, como para ponerse de nuevo en camino. El khan tuvo, por tanto, que dejarles unos meses de descanso antes de marchar de nuevo a la guerra. Ello explicaría también la arrolladora marcha de Heraclio por Armenia y Mesopotamia, y explicaría además que Heraclio contara en Nínive con la superioridad numérica que apuntan que tuvo Agapios, al-Tabari, la Crónica de Khuzistán y la Historia Nestoriana. Y es que al-Tabari adjudica a Heraclio en la batalla de Nínive un total de 90.000 guerreros. ¿Cuántos tenía Heraclio consigo en 626? 40.000. ¿Cuántos le entregó el khan según todas las fuentes? 40.000. Es decir, la suma de 80.000 soldados y, dado que Heraclio enroló a su paso por Armenia a numerosos contingentes de tropas armenias y lázicas, el número de 90.000 hombres que le adjudica al-Tabari cuadra bastante bien con la realidad de los hechos y contribuye a consolidar éstos[3].

Así que Heraclio, en septiembre de 627 y tras despedirse del khan llevando consigo a 40.000 jinetes jázaros, invadió Armenia en pleno otoño. Su ejército era tan grande y tan superior a las fuerzas persas que ocupaban el país que éstas no pudieron hacer otra cosa que dejarse arrollar. Así, tras tomar Shirak y barrer el valle del Araxes, Heraclio cruzó este río en Vardanakert. Luego dio un descanso a su ejército en aquellas fértiles regiones y envió exploradores por delante suya para que le trajesen noticias de los persas.

Cosroes II estaba, una vez más, desorientado por los movimientos de Heraclio. Esperaba que Heraclio, tras fracasar ante Tiflis, se marchara a sus cuarteles de invierno del Ponto. Pero, por el contrario, en mitad del invierno, Heraclio invadía Armenia y marchaba decididamente contra Mesopotamia. Cosroes no podía ya contar con Sharbaraz, con quien vimos que estaba enemistado, y en cuanto a Shahraplakan, éste y su ejército habían quedado libres tras el final del asedio a Tiflis, pero las tropas con las que contaba eran insuficientes para frenar el avance de Heraclio hacia el sur e incluso para incomodarle en sus movimientos. Así que Cosroes movilizó la totalidad de sus reservas y las puso al mando del Spahbad Razates.

¿Con cuántos hombres contaba Razates? Agapios afirma que en Nínive, una batalla extraordinariamente dura y reñida, el ejército de Razates tuvo 50.000 bajas. Dado que –según Teófanes– el ejército persa se mantuvo sobre el campo de batalla y lo abandonó en orden, y que continuó luchando en las siguientes semanas, frenando el avance de Heraclio junto a Ctesifonte, hay que suponer que superaría ampliamente los 50.000 hombres y que, con menores efectivos que el ejército romano, tuvo no obstante que disponer de un número de hombres suficientemente grande como para poner a los romanos y a los jázaros en dificultades. Así que es bastante probable que Razates dispusiera de entre 70.000 y 80.000 hombres, esto es, de una fuerza similar a la que, primero en Qadesiya y luego en Nehavend, hizo frente a los árabes que invadían Persia.

Razates y su ejército se presentaron tan súbitamente ante el ejército romano-jázaro que Heraclio estuvo a punto de ser sorprendido y derrotado. Con mucha dificultad logró, no obstante, reunir sus tropas y desorientó a los persas al marchar por el valle del Araxes en dirección al lago Urmia y los montes Zagros, en vez de hacerlo hacia el Araxeonis y Asia Menor que era lo que Razates esperaba que hiciera. Ante el peligro de que Heraclio volviera a invadir, como ya lo hiciera en 623, la Media Atropatene, Razates marchó tras él.

Heraclio, con los persas tras de él, devastó el país a su paso, quemando ciudades y pueblos, llevándose todo el forraje y los alimentos, y destruyendo el resto. De esta manera, Razates, que perseguía a Heraclio, se encontraba en dificultades para alimentar a sus guerreros y a sus caballos. Teófanes cuenta que Razates perdió muchos caballos en esta parte de la campaña y dice de él y de su ejército que “parecía un perro hambriento al que Heraclio apenas si dejaba alimento”, tomando la frase de los poemas de Pisidia. Durante esta marcha por el valle del Araxes, Heraclio tomó Naxcawan, se adentró en las tierras situadas junto al lago Urmia y, tras cruzar los montes Zagros, se internó en Atropatene.

Creyendo Razates que, como en 623, Heraclio se disponía a saquear la ciudad de Ganzak, se apresuró para reforzarla, pero Heraclio giró hacia el sur, hacia la cabecera del gran Zab, y acampó en los llamados campos de Khamanta, en donde dio un merecido descanso a sus tropas, a fines de noviembre. El primero de diciembre, de improviso una vez más, cruzó el gran Zab y descendió hasta las cercanías de Nínive. Razates, informado de este nuevo movimiento de Heraclio, abandonó Ganzak y lo siguió, cruzando a su vez el gran Zab unas tres millas al sur de donde lo había hecho el emperador.

Heraclio, mientras tanto, deseoso de saber qué pasaba con Razates, envió a uno de sus generales, el armenio y magister militum per Orientem Vahanes (Vahan, en armenio) a la cabeza de un destacamento de exploradores de caballería. Vahanes sorprendió a un drafs persa (regimiento de mil hombres) y lo desbarató, matando a su drafsh-salar, al que Teófanes otorga el título romano de comes, y a un gran número de sus guerreros, y capturando a 27 de ellos. Uno de esos prisioneros persas resultó ser un guardia personal de Razates y por él se informó de que éste se había adelantado a ellos y estaba cerca de Nínive, esperando la llegada de refuerzos, en concreto de 3.000 savaran extraídos de los cuerpos de guardia y élite que estaban junto al rey; es decir, de los zhayedan (los inmortales), los cosroegetae, los perozitae y de los pushtighban.

La noticia intranquilizó a Heraclio, pues si Razates contactaba con aquellos  refuerzos de caballería, escasos pero de la mejor clase, crecería la posibilidad de ser derrotado por los persas. Era preciso pues dar la batalla antes de que Razates recibiera el refuerzo de aquellos 3.000 jinetes de élite. Así que Heraclio levantó su campo y, poniendo a recaudo su tren de campaña y sus abastecimientos, avanzó en busca de un lugar adecuado para entablar la batalla.

Razates, bien informado por sus exploradores, supo de inmediato que Heraclio se había puesto en marcha y se dispuso a seguirlo. La táctica del persa se basaba en lastrar los movimientos de Heraclio y esperar la llegada de refuerzos con los que derrotarlo, una vez lograda la superioridad numérica. Razates no quería la batalla y sólo estaba dispuesto a entablarla si Heraclio amenazaba Ctesifonte o los palacios reales. Por lo tanto, se mantuvo cerca de Heraclio, pero sin atacar su retaguardia.

Así marcharon ambos ejércitos unos 25 km, cuando, en la mañana del sábado 12 de diciembre de 627, Heraclio encontró el campo de batalla que deseaba: una extensa llanura en la que poner de manifiesto su superioridad numérica sobre los persas. Se trataba de una gran llanura del tipo que el Strategikon aconsejaba para dar batalla a los persas: un espacio amplio para formar en orden cerrado a la infantería y maniobrar con la caballería; para permitir girar a grandes masas de hombres y caballos, y poder así tomar de flanco a los persas. Sabemos por Sebeos, contemporáneo de los hechos, que ese día había además niebla, un particular que favorecía aún más si cabe a Heraclio, pues, su ejército (que entonces debía superar ampliamente los 70.000 hombres) podía detenerse, formarse y esperar a los persas sin que éstos pudieran advertirlo, gracias a la niebla que cubría la llanura.

Así que Razates y sus 60.000 o 70.000 hombres, continuaron su marcha y se llevaron una gran sorpresa cuando, entre la niebla y formados para la batalla, se toparon con los meros del ejército de Heraclio. Razates no tuvo más remedio que aceptar la batalla y apresuradamente formó a sus gunds en tres grandes secciones apoyadas en las últimas estribaciones de un monte rodeado de colinas que se alzaba al oriente de la llanura, y esperó las maniobras de los romanos. La posición de Razates estaba bien escogida, pues la cercanía de las colinas le permitía contar con un refugio en caso de derrota y le aseguraba el acceso al agua; hizo lo que el autor del Strategikon señalaba que solían hacer los persas cuando se disponían a elegir terreno para dar una batalla.

Iba a dar comienzo una de las más señaladas y grandes batallas de la Antigüedad, la última entre persas y romanos tras cuatrocientos años de luchas por el control del Oriente.

El lugar de la misma ha podido ser fijado con exactitud mediante el cuidadoso análisis de las fuentes y la comparación de sus datos con el relieve de las tierras próximas al actual Mosul. Esa llanura perfecta no es otra que la de Karamlays, un inmenso llano capaz de albergar a los 150.000 hombres que iban a combatir aquel día sobre él. Dicha llanura está situada al este de las ruinas de la vieja Nínive y junto a ella se alza un monte escabroso y rodeado de boscosas colinas a donde –tras la batalla y según cuenta Teófanes– se retiraron los persas. Ese monte es el actual Jebel Ayn Al- Safra, esto es, el monte de “la primavera amarilla”, y a sus pies corre el Cala Karamlays, un wadi muy caudaloso en invierno. La exactitud y minuciosidad en los detalles topográficos de este encuentro por parte de Teófanes sólo puede provenir de un despacho militar de batalla de Nínive que debió de quedar recogido, o bien en los versos perdidos del Heraclias de Jorge de Pisidia, o bien en algún otro documento de la época de Heraclio.

Cuando Heraclio terminó de disponer a sus tropas y vio entre la niebla cómo se formaban los persas, dio de inmediato la orden de cargar: era esto lo que aconsejaba el Strategikon, buscar el cuerpo a cuerpo con los persas antes de que éstos pudieran hacer efectiva la superioridad de sus arqueros. Fue así como Heraclio, que era según los versos de Pisidia “como una piedra magnética en mitad de la batalla” (da a entender que la guardia de Heraclio cerró filas en torno a su general y emperador) se lanzó contra el centro persa y desafió a Razates que aceptó el desafío. 

Fue una dura batalla en la que Heraclio recibió una herida de lanza en los labios y su caballo fue herido en su flanco trasero y en la cabeza. Según las fuentes, Heraclio dio muerte a tres persas con sus propias manos, uno de los cuales era Razates. Rota la línea de caballería persa dibujada por el caído Razates, Heraclio condujo a sus jinetes contra la infantería persa que, aguantando bien, ofreció una dura resistencia. La batalla duró once horas y sólo la cercanía de la noche le puso término.

No se puede minimizar la importancia de esta batalla. Cierto es que los persas, situados tras las aguas del Cala Karamlays y apoyados en las colinas, no abandonaron el campo de batalla hasta la octava hora de la noche y pasaron el resto de la misma velando a sus muertos y vigilando a los romanos que, “a dos tiros de flecha” de ellos, es decir, a unos 500 m de las primeras filas persas, se ocupaban en abrevar sus caballos y saquear los cadáveres persas. Cierto es también que Heraclio no pudo tomar el tren de abastecimientos de los persas, ni aniquilarlos por completo, pero sí les causó un daño lo suficientemente grande como para que la iniciativa de la guerra definitivamente quedara en sus manos y como para que los persas no pudieran ya obligarlo a pensar en la retirada.

De hecho y según nos informa Teófanes, Heraclio tomó a los persas 28 drafsh o estandartes y, dado que cada drafsh era portado por un regimiento de 1.000 hombres y que el cronista precisa que esos 28 estandartes eran sólo los que habían quedado en manos romanas sin sufrir daño ni mengua y que otros muchos estandartes persas quedaron, rotos y abandonados, sobre el terreno de batalla, es bastante probable que la cifra de 50.000 bajas persas recogida por Agapios no sea disparatada. En cualquier caso, el ejército persa quedó muy menguado en eso coinciden todas las fuentes y perdió a su comandante y a los spahbad que mandaban cada una de las tres secciones en las que, al dar comienzo la batalla, había dividido su ejército Razates.

A la mañana siguiente, la del 13 de diciembre, Heraclio contempló el campo de batalla comprobando que los persas lo habían abandonado y que lo observaban encaramados en las colinas. El emperador reunió a su ejército y, seguro de su victoria final, lo alentó a marchar contra el propio Cosroes II, quien, según los informes de los espías, estaba en su palacio de Dastagerd. En aquel momento y al igual que durante el resto de sus campañas, Heraclio se mostraba a sus hombres como un rey sagrado, un nuevo David, un nuevo Moisés. Su religiosidad era tan extrema que el autor de la Crónica del Khuzistán, un cristiano persa que la redactó en torno al año 650 y que era ya un hombre maduro cuando la batalla de Nínive, creyó que Heraclio se había ordenado como sacerdote[4].

Heraclio marchó de nuevo lentamente Zab arriba, buscando un paso para volver a cruzarlo. Los regimientos persas supervivientes de la batalla de Nínive, los seguían sin abandonar las colinas y el 21 de diciembre recibieron, al fin, los 3.000 savaran que Cosroes había prometido a Razates. Ese mismo día, Heraclio cruzó el Zab y enfiló hacia el Zab menor cuyas aguas quería cruzar para dirigirse a Dastargerd. Para evitar que los persas, apercibidos de su intención, cortasen los puentes del pequeño Zab, Heraclio envió delante de él al moirarca Jorge, al mando de una fuerza de 1.000 jinetes y con la misión de tomar los puentes antes de que los persas pudieran cortarlos. Jorge (quien años más tarde pelearía en Yarmuk como Magister militum per Armeniam) realizó la hazaña de recorrer en una sola noche 48 millas romanas, esto es, 72 kms y llegó muy rápidamente a los puentes del Zab menor. De hecho, los cuatro puentes que cruzaban el río estaban desguarnecidos y vigilados sólo por cuatro soldados en cada una de las cuatro torres vigía, que fueron capturados por los romanos. El 23 de diciembre llegó hasta ellos el emperador con el resto del ejército y se cruzó el Zab menor acampando en las posesiones que Yazden de Kalka, el ministro cristiano de Cosroes, poseía en esa región. Allí y con objeto de celebrar la Navidad, dio descanso a sus hombres y a sus caballos.

Cosroes, no bien le llegó la noticia del cruce del Zab menor por Heraclio, ordenó a los hombres del ejército que había mandado Razates, que cruzasen a su vez el Zab menor y bloquearan los caminos. Pero Heraclio no se detuvo, sino que avanzó hacia el este y, subiendo las primeras pendientes de los Zagros, se apoderó de un pequeño palacio real –un lugar que Teófanes llama Dezerida– que el emperador ordenó quemar tras saquearlo. Los persas, que no dejaban de seguirlo, lo adelantaron y se movieron hasta el río Tornac, acampando tras su puente en el pensamiento de defenderlo e impedir así a Heraclio proseguir su marcha.

Pero Heraclio avanzó hacia el río Tornac y en el camino tomó y saqueó el palacio que los cronistas llaman Rhousa o Rusa. Luego se acercó al puente sobre el Tornac dispuesto a tomarlo al asalto; pero no hizo falta, pues los persas levantaron el campo y huyeron. Sin oposición ya, Heraclio cruzó el río y avanzó hasta el palacio de Beklal en donde acampó y celebró carreras para que sus hombres pudieran celebrar las fiestas de la Natividad y sus recientes victorias. Así pasaban el tiempo cuando unos armenios, desertores del campo de Cosroes, le informaron de que el poderoso rey Parwez acampaba con sus elefantes de guerra y su ejército en un lugar próximo que se llamaba Barasroth. Se le informó también de que el lugar donde se hallaba Cosroes era prácticamente inaccesible, pues lo cruzaba un río rápido sobre el que se alzaba un pequeño puente y la localidad en donde el rey persa se hallaba según decían los armenios era de calles empinadas y estrechas, y rodeada de barrancos y torrentes.

Así que Heraclio permaneció en Beklal, en donde Cosroes tenía uno de sus paraísos de caza. Había allí y en un cercado –dice Teófanes– 300 antílopes y 100 onagros cebados que Heraclio dio a su ejército, al tiempo que los soldados se hicieron además con numerosos rebaños de ovejas, cerdos y ganado vacuno. En aquel lugar repleto de víveres pasó Heraclio el 1 de enero de 628. Fue allí también, en donde Heraclio supo, por unos pastores persas apresados por sus hombres, que el 23 de diciembre, un aterrorizado Cosroes había abandonado Dastargerd, dando permiso a sus soldados para que saquearan el gran palacio y cargando en sus elefantes el tesoro real. La retirada de Cosroes, según supo más tarde Heraclio, fue caótica y apresurada, y tras tres días de marchas forzadas desembocó en Seleucia del Tigris, la parte oriental de Ctesifonte.

¿Por qué esta reacción de Cosroes? Porque tras el cruce del Zab menor por Heraclio sabía que le era imposible defender Dastagerd y que su única posibilidad era llegar a Ctesifonte y esperar a que Heraclio la asediara. Pero Cosroes sabía también que su prestigio había decaído, y que se estaban ya tramando conjuras contra él y su impopular política de continuar la guerra; así que decidió congraciarse con los soldados de su ejército entregándoles los tesoros de Dastagerd. Esas y no otras fueron sus razones para actuar así.

Y eran buenas razones. La prueba está en que Heraclio, tras saquear y destruir Dastagerd, en donde recuperó 300 estandartes romanos y se hizo con un inmenso botín además de liberar a miles de prisioneros y esclavos de la Romania procedentes de Edesa, Alejandría y otras ciudades del Oriente romano, solicitó la paz a Cosroes. Heraclio sabía que con el rey persa parapetado tras los muros de Ctesifonte y provisto de abundantes provisiones de su tesoro y de soldados fieles, era imposible vencer. Un asedio de Ctesifonte era impensable: era una gran ciudad de 600.000 habitantes, sólidos muros y estaba atravesada por el río Tigris. Se hallaba en mitad de Persia, a gran distancia de sus bases y allí, en mitad del territorio enemigo, era impensable cercar una gran ciudad como Ctesifonte. ¿Cómo abastecería a su ejército durante el sitio? ¿Cómo impediría que los ejércitos persas le cercaran a su vez o cortaran sus líneas de comunicación? ¿Cómo cercar por completo la capital persa sin dominar el Tigris que la atravesaba? Ante esta realidad, Heraclio pidió a Cosroes que considerara la posibilidad de llegar a una paz. Por eso y porque sabía que Cosroes rechazaría su oferta. Expliquémonos.

Heraclio contaba con un arma que, al cabo destruiría a su enemigo: el hábil manejo de la propaganda. Al ofrecer la paz a Cosroes en aquel momento, tan aparentemente desastroso para Persia y tras haber humillado al rey persa al destruir sus palacios, Heraclio mostraba a los persas su magnanimidad y buena fe. Si Cosroes rechazaba la paz que se le ofrecía no se presentaba como un rey generoso y noble, al contrario que su oponente, sino como un rey cruel y odioso que conducía su pueblo a un mar de sangre y se negaba a aceptar la paz que un enemigo tan grande pero tan generoso le ofrecía. Teófanes nos dice que fue en ese preciso momento, al rechazar la oferta de paz de Heraclio, cuando los nobles persas empezaron a apartarse del Rey de reyes y a tramar su caída junto con el ejército.

Heraclio, mientras tanto, aunque convencido de que no lograría tomar Ctesifonte, marchó contra ella para aumentar el pánico de los persas y su descontento contra Cosroes. El 7 de enero bajó de Dastagerd y el 10 llegó al río Narbas, situado a 18 kms de la capital persa y donde estaba el ejército de Cosroes. Éste había inflado sus filas enviándole todo su séquito armado, había reunido también 200 elefantes de guerra y ordenado cortar los puentes. Heraclio no podía pues seguir y se retiró al norte, devastando todo a su paso y saqueando campos, pueblos y ciudades. 
Tras librar una pequeña escaramuza contra un drafsh persa, el ejército de Heraclio, exhausto pero imbatido, acampó en marzo en un lugar llamado Barzan. Los hombres de Heraclio llevaban un año peleando sin descanso y Heraclio no podía pedirles más. La guerra parecía haber quedado en tablas y eso era algo que Heraclio no podía permitirse.
Pero la historia del desenlace de la gran guerra romano-persa quedará para otra ocasión.


[1] Moisés Dasxurangi: II, 11, 85-86; Kiracos de Gantzac: 51.
[2] Teófanes: 6118, 324-325; Patriarca Nicéforo: cap. 12; Miguel el Sirio: II, XI, III, 409; Sebeos: 84-85; al-Tabari: V, 1004-1005, pp. 322-323; Historia Nestoriana: LXXXI, 221,541.
[3] Teófanes: 6117, 317 y 6118,318; Patriarca Nicéforo: cap. 12; Miguel el Sirio: II, XI, III, 409; Moisés Dasxurangi: II, 11, p. 86; al-Tabari: V, 1004, p. 323; Agapios: 464, 204; Historia Nestoriana: LXXXI, 221-222, 541-542; Crónica del Khuzistán: p. 236.
[4] Teófanes: 6118, 317-321; Agapios: 464-465, 204-205; Sebeos: 83-84; Miguel el Sirio: II, XI, III, 409; Moisés Dasxurangi: II, 12, 88-89; al-Tabari:  V, 1005-1006, pp. 322-324; Crónica del Khuzistán: p. 236; Historia Nestoriana: LXXXI, 221-222, 541-542; Patriarca Nicéforo: cap. 14; Jorge de Pisidia II: Acroatis, fragmentos; San Anastasio el Persa: II, 265-276; Crónica Pascual: 729-734; Haldon, J. Byzantium…, op. cit,. p. 246 y 253; Kaegi, W., Heraclius…., op. cit., pp. 153-172; Howard-Johnston, J., “Heraclius Persian Campaigns and the Revival of the East Roman Empire, 622-630”, War in History, 6 (1999), pp. 1-44.

martes, 29 de mayo de 2012

EN LAS ALAS DE LOS SUEÑOS

 EN LAS ALAS DE LOS SUEÑOS
 Un jilguero sueña
 Sueña con sus alas dibujando vientos entre las hojas verdes
 Y con su canto acariciando el calor de la tarde
 Y meciéndose entre los árboles
 Como un rayo de luz vibrando entre dos noches
 O como el agua fría y etérea saltando entre grises montes.
 Un verso sueña
 Sueña con papel blanco
 Y tinta de cielo
 Con historias que se alejan del suelo
 De lo diário y estrecho
 Y que ascienden entre nubes traviesas y pendientes de anehlo.
 Sueña la vida y hasta la muerte sueña
 Y en las alas de todos esos sueños
 Se esconden los secretos que canto y siento.
 Un hombre sueña
 Sueña con que es un monte, con que es el cielo,
 Una nube, un verso, un jilguero
Sueña y al soñar es más hombre y menos sueño
 Alejándose más del suelo  
 Pero no del tiempo
 El tiempo puede más que la muerte
 La muerte viene y va
 Solitaria, perezosa en su andar
 El tiempo siempre va corriendo
 Prisas de quien sabe que ha de ganar
 El tiempo no sueña
 No quiere ser jilguero,ni nube, ni hoja, ni verso
 El tiempo acorta mi paso
 Aleja la pluma de mi mano.
 El tiempo puede más que la muerte
 Pero ni el tiempo ni la muerte
 Cortan las alas de lossueños.
entre los árboles canta un jilguero
 pendientes de anhelo se transforman en viento
 y sueño con tener alas de sueño
 y soñando me río del tiempo
 y hago soñar a un verso.

martes, 15 de mayo de 2012

LA FELICIDAD Y EL PÁJARO QUE CANTA LA MUERTE

    LA FELICIDAD Y EL PÁJARO QUE CANTA LA MUERTE.

 Porque en días como estos las amapolas vibran entre el trigo oscilante
 Islas rojas en un mar verde
 Leve certidumbre entre el cambio constante
 Pues nada permanece silente
 Nada excepto mi necesidad de  soñarte
 Porque en días como estos mis sueños son como amapolas
 Y tu recuerdo como el trigo verde
 Sopla el fuerte viento del norte
 Y arranca los rojos pétalos
 Esparciéndolos sobre el eterno verde de mis anhelos
 Porque en días como estos espero nuevas primaveras y nuevos vientos
 Pues  en días como estos todo es distante
 Distantes la luna clara, los azules montes y el mar inconstante
 Distantes los versos que pronuncié al llamarte
 Y distantes las flores que no llegué a darte
 Los días pasan sin tocarme
 Y el tiempo susurra tu nombre
 Al oído de un verso que busca donde quedarse
 Porque en días como estos en el aire he de dibujarte
 Para así mejor poder recordarte
 Y Tampoco olvido la luz atrapada en el agua dulce
 Que entre mis manos se escurre
 El tiempo, acuático y frío, dulce y brillante,  entre mis dedos corre
 Busca amapolas y trigo verde donde de sí olvidarse
 Pájaro de alas eternas, tristes y silentes
 que cambia y arruina aquello donde ha de posarse
 Transformándolo en sueños, en recuerdos distantes
 En rojos pétalos de amapolas flotando entre el trigo verde
 Esperando al pájaro del tiempo que canta la muerte.

viernes, 30 de marzo de 2012

RECUERDOS

 Recuerdo tantas cosas.
 Recuerdo la blanca nieve de las montañas
 Suspendida entre dos azules infinitos
 Y mil verdes distintos
 Por la mano del sol Pintados
 Con bronce y oro etéreos
 Sobre las hojas de los grises y altos álamos.
 Recuerdo peces de plata
 Nadando bajo las claras aguas
 Y el rayo y el trueno desgarrando
 El cielo atormentado.
 Recuerdo una luna amarilla emergiendo
 Sobre un horizonte anaranjado
 Y el azul, el rojo y el verde en un fuego atrapados.
 Recuerdo tantas cosas…….
 Habito en mi recuerdo.
 En él construyo casa y mercado.
 Compro y vendo recuerdos
 Para construir nuevos sueños
 Que lleguen hasta mí como liebres
 O como versos de niños:
 Ligeros y simples.

jueves, 29 de marzo de 2012

LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.


    LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.





  Octubre del 554. Italia, junto al río Volturno y no lejos de Capua.



 Juan de euchatia se echó las paberas del yelmo sobre el rostro. Al instante el mundo cambia. Sus ojos sólo ven lo que ante él hay y lo que ante él hay es una masa burbujeante de bárbaros. 30.000 salvajes alamanes y francos formados en una apretada cuña de escudos erizada de lanzas, hachas y espadas. “cabeza de jabalí”, así llaman los germanos a aquella formación en cuña. Una formación que, paso a paso, segundo a segundo, se aproxima a las filas romanas. 18.000 veteranos de las guerras danubianas e  itálicas comandados por el viejo Narsés.

Setenta y seis años. ¿Cómo puede un viejo de setenta y seis años mantenerse sobre un caballo luciendo una armadura y esgrimiendo una espada? No es la primera vez que Juan de Euchaita se pregunta eso y sin embargo allí está el viejo Narsés: Con la capa ondeando tras de él y bien erguido sobre su caballo de guerra. Sereno como una estatua. Firme como una roca. Como si aquellos 30.000 bárbaros que gritan como demonios y piden sumuerte, la de él y la de sus 18.000 soldados romanos, fueran un accidente más del terreno.

Alguien grita una orden y Juan de Euchaita desenfunda su gran arco corcovado y lo encorda. La masa bárbara está ya a punto de chocar con el centro de la formación romana. Un centro formado por dos Meros de infantería pesada: diez mil veteranos equipados con yelmo, cota de mallas, grebas y escudo y armados con lanza, espada y hacha.

Retumba sobre la llanura un belicoso trueno y Juan aprieta los dientes cuando el “Colmillo del jabalí”  bárbaro choca contra los escudos de la infantería romana. El suelo tiembla por el encontronazo y la locura toma posesión de la tierra.

Vuelan las franciscas, las hachas arrojadizas de doble hoja tan queridas por los francos; se alzan, amenazadores, los angones, las pesadas lanzas de larga punta de hierro en cuya base se retuercen dos ganchos mortíferos. Los bárbaros gritan, maldicen, jadean, pelean, matan y mueren. La punta de su formación en cuña rompe las primeras líneas y va abriéndose paso por el cuadro romano que forma el centro de las líneas de Narsés.

Pero aunque la cuña germánica avanza, el cuadro romano resiste. No se disgrega. Los hombres que lo forman. Los miembros de la reconstuida infantería romana, mantienen su formación, su disciplina y su valor. Sus espadas, sus lanzas, sus hachas, se están cobrando un alto tributo en vidas germanas y sus escudos se mantienen en alto, unidos entre sí. Resistiendo, perseverando, aguantando aquel aluvión de hierro forjado para la guerra, de cuero, madera y carne que es la cuña bárbara. Una cuña que, no obstante, prosigue, inexorable, su avance.

¿Dónde están los dos mil guerreros hérulos de Sindual? Se pregunta Juan de Euchaita y su pregunta es la pregunta de todo un ejército. El día anterior los federados hérulos anunciaron que no pelearían. Era su forma de protestar por la ejecución de uno de sus jefes. El muy salvaje había asesinado a uno de los sirvientes del campamento por el imperdonable error de no haber lustrado bien su armadura. Pero aquello era un ejército romano. Allí imperaba la ley y el viejo Narsés la aplicaba sin que le temblara la mano. Así que el viejo había ordenado la inmediata ejecución del jefe hérulo.

Sí, y ahora los hérulos se negaban a luchar. Narsés, como para recordarles su traición, había dejado vacío el lugar que debían de haber ocupado en las líneas romanas.

¿Por qué no se ponía nervioso el viejo? Allí estaba, a la izquierda de Juan, con una fría sonrisa en su barbilampiño rostro de eunuco. Contemplando, cin que se le agriara el rostro, como la cuña germana penetraba más y más en las filas de la infantería romana.

La orden que Juan esperaba y temía llega al fin: -¡Cursu mina!- Gritan los oficiales del ala derecha romana y 2.500 caballeros romanos caen sobre el flanco izquierdo de la cuña bárbara. Son la muerte cabalgando. 2.500 arcos se tensan y 2.500 caballeros romanos apuntan hacia la masa bárbara sin aflojar el galope de sus caballos de guerra. 2.500 negras flechas surcan el frío aire de aquella mañana de Octubre y una lluvia de hierro azota la formación bárbara.

Caen centenares de bárbaros ensangrentando el suelo que pisan y llenándolo de cadáveres y heridos. Mueren atravesados, cosidos a flechazos. Maldicen, amenazan, pero las flechas caen, negra nube tras negra nube, sobre ellos. Juan cabalga salvajemente arriba y abajo de la línea germana. Su mano izquierda toma dardo tras dardo de su carcaj. Dos disparos,cinco, diez, quince, veinte, treinta…… ya no le quedan flechas. En apenas Quince minutos 75.000 flechas romanas han caído sobre la masa bárbara. Esta, como un animal herido, se tambalea, duda, gime, se arrastra. Pero aguanta.

Los bárbaros han caído por miles bajo la lluvia de saetas. Pero siguen peleando y la punta de su cuña penetra más y más en las líneas romanas de infantería. Esta resiste en un alarde de disciplina y valor, pero si los bárbaros logran traspasar por completo el centro romano podrán girarse a izquierda y derecha y todo estará perdido.

Juan, sin dejar de galopar, toma una de las dos jabalinas que lleva a la espalda. Tira de las riendas de su caballo y lo dirige de nuevo hacia la formación bárbara. Cuando está a menos de cinco pasos de las filas germanas, frena a su caballo y lanza la jabalina. El arma se clava profundamente en la garganta de un alto guerrero alamán y Juan lanza un grito de triunfo, al tiempo que obliga a su montura a retroceder,girarse y ponerse de nuevo al galope para escapar. Una francisca, una de esas mortales hachas de doble hoja, pasa silbando junto a su cabeza y Juan se echa sobre el cuello del caballo en busca de protección. Al hacerlo, sus ojos se posan de nuevo sobre la inmóvil y ahora lejana figura de Narsés. Sigue donde estaba. Una serena figura que parece ajena a la muerte y a la locura que gira en torno suya.

Un bramido triunfal se eleva desde las gargantas bárbaras cuando la punta de su “Colmillo” rompe la última fila de la infantería pesada romana y sale fuera de la apretada formación en cuadro de los romanos. Pero pese a todo, los infantes romanos no rompen su formación, no huyen, ni sedispersan   y a una orden, una orden que les llega desde un rojo estandarte que en la lejanía se abate con furia y desde las pesadas notas de una retorcida tuba, giran a inquierda y derecha y juntando sus escudos caen sobre los flancos de la cuña bárbara clavada en las entrañas de su formación.

Juan acaba de lanzar su segunda jabalina y desenvaina su larga espada de caballería. Es la hora del último esfuerzo. Su tagma de 500 hombres se agrupa bajo las órdenes de su tribuno y carga sobre el flanco y la retaguardia bárbaras junto con los otros cinco tagmas de caballería del ala derecha romana.

No cargan solos. Una nueva llamada de las tubas saca de un bosque situado en el ala izquierda romana a otros 2.500 jinetes pesados que hasta ese momento habían permanecido ocultos y que están comandados por los duqes Valeriano y Artabanes. Una nueva ola de hierro y músculo cae sobre el desvalido flanco derecho b´bárbaro y ello al tiempo  que un millar de infantes ligeros romanos avanzan desde la retaguardia y desde los flancos para caer sobre la punta de la cuña germana y frenar su avance.

La batalla está en equilibrio. Juan de Euchaita lo sabe. Ha peleado en muchas batallas y sabe que esta se decidirá en el próximo cuarto de hora.

Las 75.000 flechas que llenaban los carcajs de los 2.500 jinetes del ala izquierda romana ya han sido lanzadas. Miles de germanos agonizan sobre el suelo encharcado con su propia sangre y aún así resisten y su presión sobre el centro romano es ya insoportable. Ni siquiera la disciplinada infantería pesada romana restaurada por Justiniano puede aguantar semejante castigo.

Y en ese momento suena un cuerno de guerra y los 2.000 hérulos de Sindual. Los hombres que esa mañana se negaban a luchar, avanzan para ocupar su sitio en la batalla. El desprecio de Narsés ha podido con su rabia. No podían soportar la afrenta que suponía contemplar como los romanos peleaban solos dejando su lugar, el lugar que correspondía en las filas romanas a los hérulos,  vacío. Aquel hueco en las filas romanas era un grito reprobador y por otra parte, sindual, el jefe hérulo, se ha dado cuenta de que la batalla está en equilibrio y que una victoria romana es tan posible como una germana. Sabe que si los romanos vencen ese día ajustarán cuentas con él y con sus levantiscos hombres. Así que sindual ha decidido ocupar su sitio y pelear. Sabia decisión.

Los 2.000 hérulos de sindual avanzan escudo con escudo y su impacto sobre la punta de la cuña bárbara es demoledor. La castigada formación germánica estalla en mil pedazos. Se deshace y sus flancos se disgregan. La hora de la matanza ha llegado y Juan de Euchaita libera de su garganta el salvaje alarido que los hombres de su tierra, allá lejos en las montañas del Ponto, lanzan al caer sobre las presas acorraladas.

Los jinetes romanos abaten sus espadas una y otra vez sobre los ahora atemorizados germanos. Muchos de ellos arrojan sus armas y escudos para poder correr. ¿Correr? Sí, pero hacia la muerte.

Las filas de la infantería romana, pese a ver sido tan golpeadas, se vuelven a cerrar y avanzan sobre la masa bárbara al tiempo que las alas de caballería se abaten sobre ella formando una bolsa de muerte y desesperación. Los germanos son acorralados junto al río Volturnus. Allí el suelo queda anegado por la sangre derramada. No hay cuartel. Las lanzas, hachas y espadas de la infantería romana caen sobre la enloquecida muchedumbre germana como si se tratara de una gigantesca y multiforme guadaña. Los jinetes romanos cargan una y otra vez sobre los bárbaros, comprimiendo más y más a la agonizante masa. Muchos alamanes y francos piden piedad. No la obtienen. Llevan casi dos años saqueando Italia, devastando aldeas y ciudades; violando,  asesinando, robando….. hoy se ajustan cuentas en Italia y la sangre germana las saldará.

Algunos germanos se lanzan a las revueltas y crecidas aguas del río Volturnus. Muchos se ahogan, otros son alcanzados por las flechas, piedras y jabalinas que los arqueros, honderos y venatores de la infantería ligera romana les lanzan desde la orilla. Sólo cinco exhaustas figuras alcanzan la otra orilla. El resto, 30.000 francos y alamanes, yacen sin vida, ensangrentados y rotos, sobre las tierras que baña el Volturnus.

Juan de Euchaita se levanta las paberas del yelmo y el mundo vuelve a girar en torno suya. A lo lejos, inmóvil,impasible, firme y frío como una helada montaña, puede verse al viejo narsés.

narsés espolea a su caballo y llega junto a las aguas del Volturnus. Uno de sus bucelarios grita algo y Narsés conduce a su caballo hasta él. Un bárbaro gigantesco, un hombre ensangrentado y vestido con una larga cota de mallas desgarrada por múltiples golpes de lanza, hacha y espada, busca afanosamente un poco de aire con el que llenar sus pulmones. Agoniza y en él la vida es tan ténue como un infantil recuerdo. Narsés contempla sus largos cabellos apelmazados por la sangre, su enredada barba, sus largos y fuertes brazos. Todo en él habla de fuerza y salvajismo. Es Butilis, el jefe de los bárbaros alamanes y francos que ese día han perecido allí, junto al pardo Volturnus.

El jefe bárbaro levanta sus empañados ojos y mira, feroz e impotente, al menudo general romano.

-Viejo del demonio…….-Le espeta con una voz rota que parece más el gruñido de una bestia que la voz de un hombre.

Narsés no se inmuta. Su sonrisa, la misma que sus labios han mostrado desde que comenzara la batalla, permanece intacta, serena, inalcanzable para el insulto y el odio del jefe germano.

-Estás muerto.-Contesta al cabo Narsés.-Muerto……. tus guerreros alimentarán esta noche a los lobos y a los buitres. Piensa en eso mientras mueres. En eso y en los romanos, mujeres, niños y hombres, que tú y tu banda de salvajes habeis asesinado en Italia.

-Volveremos……. Mi pueblo volverá y arrasará estas tierras. Somos más fuertes que vosotros, viejo…….. Somos más fuertes que los romanos. Mi pueblo permanecerá…….-le replica el jefe bárbaro con un último esfuerzo.

-Sólo Roma permanece, bárbaro. Solo roma es eterna y yo, Narsés, soy su espada.





    LA RESTAURACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.



 La recuperación de la infantería pesada en los ejércitos de Justiniano fue uno de los mayores éxitos de su política militar y, paradójicamente, el que permanece en el más absoluto olvido por parte de los historiadores. El De rei militari[1]  de Flavio Renato Vegecio, compuesto a fines del siglo IV o en los primeros años del V, nos informa de que la infantería romana había abandonado la sana costumbre de llevar el yelmo, la cota de mallas, el peto y las grebas. Vegecio cuenta que el responsable de tal desaguisado fue el emperador Graciano (375-383), quien, ante los ruegos de los soldados, les permitió desprenderse de estas protecciones, útiles pero pesadas y fatigosas de llevar en los entrenamientos diarios y en las marchas[2]. Dado que la infantería romana seguía peleando en orden cerrado, en filas ordenadas y escudo con escudo, la decisión de Graciano fue letal para el ejército romano: apiñados en las ordenadas filas, protegidos sólo por el escudo y por un caparacete, las tropas romanas eran ahora fácil presa de las flechas y de los venablos y jabalinas de los bárbaros. Y si se llegaba al cuerpo a cuerpo –antes situación sumamente ventajosa para las legiones– los infantes romanos eran ahora tan vulnerables a los lanzazos y mandobles de las armas enemigas como lo eran los bárbaros frente a las armas romanas, pero con el problema añadido de que, al disponer en su apretado orden de combate de menos facilidad de movimiento del que disponían sus enemigos (alineados en formaciones no regulares y más sueltas), eran un blanco más fácil para las armas de corto alcance de sus contrarios, del que éstos representaban para las de ellos. Por todo lo dicho, las formaciones romanas, incapaces de aguantar la granizada de proyectiles, o de soportar el encontronazo con la cuña bárbara, se disolvían y eran derrotadas con facilidad y, a menudo, aniquiladas[3].

No obstante, la infantería seguía siendo el arma más numerosa del ejército romano y a lo largo del siglo V y del primer tercio del VI, siguió desempeñando el papel principal en las batallas de la época, logrando –aunque muy raramente– la victoria, como en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), pero obteniendo, con mucha mayor frecuencia, sonoras derrotas, como la que sufriera frente a Alarico en 410, en la vía que conectaba Rávena con Roma; la de Soissons (486) frente a Clodoveo, o la recibida por la infantería de Anastasio de manos de los persas frente a Nisibe (503).

Justiniano debió de llegar a la conclusión de que, dado que la infantería mantenía su táctica de pelear en orden cerrado, era urgente volver a dotarla de armas y entrenamiento adecuados para que pudiera pelear eficazmente. Así la infantería recuperó protagonismo poco a poco, a lo largo del siglo VI. En Daras (530) y en Calínico (531), sólo una pequeña parte de la infantería estaba armada adecuadamente para formar en orden cerrado y constituirse así en una pieza eficaz en la batalla. Por ello, Belisario se limitó a situarla tras trincheras defensivas y a darle un papel puramente estático y de control de la posición previa[4].

En 554, en la batalla del río Volturnus, la infantería pesada de Narsés aparece ya armada, a lo largo y ancho de todo el cuadro central, con yelmo de metal dotado de protectores para la nariz y las mejillas, cota de mallas, peto, escudo y en la pierna derecha, al menos y con frecuencia en las dos, con grebas[5]. Resultado: la infantería no se limita a encajar el tremendo golpe de la formación en cuña de los 35.000 alamanes y francos que se le vienen encima, sino que, rehaciendo disciplinadamente su quebrada línea de batalla y en el momento decisivo (como había hecho en los viejos días de gloria anteriores a Adrianópolis) avanza, espada y lanza en mano, empuja hacia atrás al enemigo y, en mitad de una matanza espantosa durante la cual los infantes de Narsés no pierden el orden, lo desbanda hasta el río donde los bárbaros son arrojados.[6]

De esto concluimos que, en algún momento entre 527 y 552 (como hemos visto, el proceso estaba en mantillas en 530) la infantería de Justiniano recuperó su armamento pesado y en consecuencia, pudo volver a luchar y vencer tan eficazmente como antes. A partir de las campañas de Narsés en Italia podemos ver cómo la infantería recupera protagonismo y lucha con éxito en los diversos frentes. Así, en una batalla de la guerra librada con Persia en Cólquide y el Cáucaso (554-557), la infantería resiste la carga de la caballería persa y la hace retroceder; o en la gran batalla de Melitene (575), la infantería de la Romania formó un cuadro tan sólido y disciplinado que, escudo contra escudo y protegida por sus yelmos y armaduras,  quebró las cargas de caballería y las granizadas de dardos que el Shahansha persa Cosroes I ordenaba, logrando al cabo poner en fuga al ejército en tal desorden que el “rey de reyes” persa sólo pudo salvarse cruzando apresuradamente el río y en mitad de un pánico tremendo, sobre el lomo de su elefante[7]. O incluso en 636, en Yarmuk, el avance en orden cerrado de la infantería pesada del Magister militum per Armeniam, Jorge, estuvo a punto de inclinar la victoria del lado de los romeos[8]. Lo impidió, en último término, el quebrado terreno y la traición de gran parte de los contingentes de los nobles armenios y de los filarcas gasánidas, permitiendo a los árabes envolver y destrozar a la infantería del magister Jorge.

Todavía daremos un último y directo testimonio a favor de nuestra tesis de la recuperación por Justiniano y sus sucesores de la infantería pesada, de sus armamentos y de su tradicional forma de combate: el orden cerrado. Es el proporcionado por Jorge de Pisidia, que fue testigo directo de la campaña del emperador Heraclio contra los persas en 622, el cual recoge en los siguientes versos el entrenamiento de su ejército:



La formación de los ejércitos seguía un preciso orden: primero los trompetas, después las falanges de los portadores de coraza, los lanceros, los arqueros y de los armados de espada. Terrible se elevaba el tumulto de las cotas de malla entretejidas de hilos de acero, sobre las cuales, el fulgor del sol, rompiéndose con mutuos reflejos, mandaba relampagueantes resplandores.

Cuando aquéllos que estaban formados como enemigos cerraron firmemente sus filas, se vió una muralla de bastiones acorazados, y, llegados a chocar uno contra otro las divisiones de los dos partidos, por todas partes rechazaron asaltos furiosos las espadas contra los escudos y los escudos contra las espadas.”[9]



¿Qué tenemos aquí? Una vez más la evidencia vívida y trasmitida por un testigo directo de que la infantería bizantina de este periodo estaba armada como una infantería pesada; es decir, provista de cota de mallas y de coraza. Así como de que dicha infantería peleaba en orden cerrado, escudo contra escudo, en filas ordenadas y apretadas.

Es el estudio atento de todo lo anterior, lo que nos lleva a afirmar que fue durante el reinado de Justiniano cuando se produjo una elevación de la capacidad de lucha de la infantería y cuando ésta recuperó su armamento pesado, si no del todo, sí en buena medida. Puede que sus sucesores la descuidaran un tanto, ya que Tiberio y Mauricio mostraron su predilección por la caballería pesada de lanza y arco. El autor del Strategikon se queja indicando que la infantería necesita nuevamente de atención, pues es indispensable para lograr la victoria[10]. Pero pese a todo, la infantería de línea no volvió a caer después de Justiniano en los bajos niveles de antes del 530 y se mantuvo en un nivel de equipamiento y eficacia bastante aceptable hasta por lo menos el 641.

Su armamento, según aparece en Agatías y el Strategikon[11], era el siguiente: yelmo con protectores para las mejillas y la nariz, a veces incluso con visera; cota de mallas larga, complementada a menudo –especialmente para los soldados que formaban en las primeras filas– con peto o coraza, grebas de metal y a veces de madera, escudo elíptico del mismo tipo que se había impuesto entre las legiones a partir de la segunda mitad del siglo III, espada larga del modelo “hérulo”, y lanza pesada y larga. A veces y en especial entre las primeras filas, se añadía una pesada y larga hacha a esta formidable panoplia.





[1] El segundo tratado militar más influyente de la historia, sólo superado por el De la guerra de Von Clausewitz (1780-1831). La obra de Clausewitz tuvo y tiene aún una enorme influencia, no sólo en el ámbito militar sino también en el político, diplomático, filosófico y literario. Hasta entonces, la obra militar de referencia era la de Vegecio, quien, por ejemplo, era el autor favorito de Napoleón: Clausewitz, K., De la guerra. Madrid, 1992.
[2] Vegecio: lib. I, XX, 3-11.
[3] Arther Ferrill ha hecho hincapié en esta circunstancia y la ha situado como centro de su explicación de las causas militares que llevaron a la caída del Imperio Romano de Occidente: Ferril, A., La caída del Imperio Romano..., op. cit., pp. 124-129.
[4] Procopio, Guerra persa: lib. I, 13. 
[5] Agatías: 2, 8,1-5. Debido a la complejidad de los términos militares que Agatías emplea en este pasaje hemos preferido usar para el mismo la traducción que M. Morfakidis Filactós, profesor de filología griega de la Universidad de Granada y director del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, nos ha ofrecido gentilmente y que pone de manifiesto no pocos detalles que quedan ocultos en la simplificada versión que Ortega Villaro nos ofrece en su traducción española de la obra de Agatías.
[6] Agatías: 2, 9,1-13.
[7] Teofilacto Simocata: III, 14, 1-11.
[8] Agatías resalta numerosas veces el destacado papel de la infantería pesada en los combates, por ejemplo, vid. Agatías: 3, 20,1-10. En cuanto a Yarmuk, puede consultarse la monografía de D. Nicolle, Yarmuk 636 a. C. Madrid, 1995, pp. 65-66 y sobre todo el capítulo que Haldon dedica a la batalla: Haldon, J., The Byzantine Wars..., op. cit., pp. 59-66. Un análisis más superficial y moderno en Weir, W., 50 batallas.., op. cit., pp. 177-181.
[9] Jorge de Pisidia, Expeditio persica: I, 130-140.
[10] Strategikon: XII, B. Así lo expresa el autor en el preámbulo del lib. XII de la obra dedicado en exclusiva a la infantería.
[11] Agatías: lib. 2, 8,4-5; Strategikon: XII, B, 4, ambos describen el armamento de la infantería pesada. Tanto en la descripción de Agatías (que escribe en 580) de la campaña de Narsés del 554, como en el Strategikon, escrito hacia 612, el equipamiento del soldado de infantería pesada es exactamente el mismo. Esto certifica nuestra tesis de que la restauración del equipo y forma de combatir de la infantería pesada fue una obra de Justiniano, conservada por sus sucesores. Otra prueba la tenemos en Teofilacto Simocata [II. 6.1-13] cuando, al narrar la campaña contra Persia del 586, ofrece el relato de la hazaña de un soldado de infantería perteneciente a la legio IIII phartica, una unidad de infantería limitanei asentada en Beroea. Describe al héroe provisto de yelmo y armadura, y tanto él como sus compañeros recibieron como premio por sus hazañas no sólo plata y oro, sino armaduras y petos tomados a los persas.